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Cómo
Almaguer se vio relacionado con Bagdad y los cuentos de las mil y una
noches
Coincidiendo
con la fecha real del séptimo centenario de la otorgación de la Carta
Puebla a Corral de Almaguer, el historiador Rufino Rojo recupera,
mediante una recreación literaria, la que es sin duda la leyenda más
antigua del pueblo -con importante base histórica- si bien totalmente
desconocida para la población.
Por
Rufino Rojo García-Lajara
Resulta difícil -que digo difícil-
increíble sería palabra más acertada, pensar que un pequeño pueblo
como el nuestro haya estado en algún momento de su azarosa existencia
relacionado con la magnífica y fastuosa ciudad de Bagdad. Casualidades
del destino sería la frase más indicada para describir esa relación,
de no ser porque en ella se encuentran también implicados, para rizar más
el rizo y dar mayor aire de inverosimilitud a la narración, los cuentos
de Las Mil y Una Noches y una de las joyas más espectaculares
jamás engarzada por el hombre: El Collar del Dragón.
Todos sabemos que el destino
gusta con cierta frecuencia de enredar las míseras vidas de los seres
humanos, y al no conocer de límites ni fronteras, disfruta en ocasiones
jugando con el azar de los pueblos y las vanas creencias de los hombres,
mezclando con maliciosa inocencia remotos lugares y enfrentados credos,
hasta impregnar de confusión las poco desarrolladas mentes de las
personas. Solo de esa manera se puede entender lo acaecido hace casi mil
doscientos años en las cercanías del pequeño pueblo de Almaguer.
Pero comencemos por el principio
y de la manera que suelen comenzar todos los cuentos, es decir: con un
“Érase que se era”, a pesar de que en la leyenda que relataremos a
continuación predomina más la realidad que la ficción y los
documentos prueban en todo momento la verosimilitud de lo acontecido. Érase
pues... que en la deslumbrante y majestuosa Medinat al-Salam o ciudad de
la Paz, más conocida como Bagdad, vivía un Califa denominado Harum al-Rasid
o lo que es lo mismo, Aarón el Justo. Quinto gobernante de la dinastía
Abasida y quizás el más famoso de su linaje, no tanto por el esplendor
cultural, científico y económico que llegó a alcanzar su reinado,
como por estar considerado el protagonista de buena parte de los cuentos
de las mil y una noches que durante tanto tiempo inundaron de exotismo y
fantasía la imaginación de nuestros antepasados.
A pesar de que los mencionados
cuentos comenzaban con la vieja historia de Sherezade y su habilidad
para entretener al Sultán a base de narrarle un cuento distinto cada
noche para evitar su muerte, la realidad es que el califa Harum al-Rasid
jamás tuvo que asesinar doncellas como hacía el sultán del relato, ni
tuvo que vengarse de la infidelidad de ninguna de sus muchas concubinas,
pues a lo largo de su vida sintió un especial amor y predilección por
su esposa Zubaida o Zobeida, a la que colmó con todo tipo de atenciones
y regalos. De entre todos los famosos obsequios y fantásticas joyas que
Zobeida recibió de su amado Califa, destacaba por su increíble belleza
el Collar del Dragón. Una formidable gargantilla de oro engarzada de
perlas y piedras preciosas que simulaba la forma de un dragón, aunque
no faltó quien quiso ver en ella la silueta de un escorpión. El
resplandor que irradiaba la luz al atravesar los diamantes, rubíes y
demás gemas que componían la joya, producía tal estado de hipnosis en
las personas que lo contemplaban, que desde el principio las malas
lenguas le atribuyeron poderes mágicos y siempre se vio envuelto en la
leyenda.
De entre
todos los famosos obsequios y fantásticas joyas que Zobeida recibió
de su amado Califa, destacaba por su increíble belleza el Collar del
Dragón.
Quiso el destino que Harum al-Rasid
decidiera dividir su imperio entre los tres hijos varones que le dio su
amada Zobeida: al-Amín, al-Mamún y al-Qasim, sin sospechar que tras su
muerte se enfrentarían entre sí por hacerse con el control de todo el
territorio. Como consecuencia de las mencionadas guerras civiles y los
consiguientes saqueos de los palacios, el Collar del Dragón desapareció
sin dejar huella, haciendo evidente aquel viejo refrán, de posible
origen árabe por cierto, que nos advertía de que a río revuelto
ganancia de pescadores.
Mientras
tanto, la España musulmana (Al-Ándalus) disfrutaba por estas mismas
fechas de uno de los períodos de mayor esplendor de toda su historia.
Abderramán II, descendiente de uno de los escasos miembros de la dinastía
de los Omeyas que logró sobrevivir a las matanzas de los Abasidas,
prosperaba en España de forma totalmente independiente, atrayendo hacia
su corte a lo más granado del mundo musulmán. Los mejores poetas, músicos,
arquitectos, médicos, químicos, matemáticos y astrónomos de la
conflictiva corte de Bagdad, se refugiaban ahora en al-Ándalus huyendo
de las guerras civiles que enfrentaban a los hijos del Califa,
conformando en la ciudad de Córdoba un floreciente emirato que rebosaba
lujo, pompa y riqueza por los cuatro costados.
Muy apreciado por sus súbditos,
entre los que arrastraba fama de ser duro con los fanáticos cristianos
del norte, Abderramán II (el siervo del Dios misericordioso) era ante
todo un hombre cultivado y de gran sensibilidad, especialmente inclinado
hacia la poesía, la música y cualquier otro arte que rodeara de
belleza la grotesca existencia de los seres humanos. No obstante, el
emir presentaba una debilidad que condicionaba todos y cada uno de los días
que Alá (loado sea su nombre) había tenido a bien concederle: le
gustaban con locura las mujeres. De su proverbial capacidad amatoria
hablaban los historiadores musulmanes de la época, cuando recogían en
sus escritos que Abderramán II jamás se acostó con una doncella que
no fuera virgen, engendrando como consecuencia de las muchas esposas que
su bien nutrido harén le suministró a lo largo de su vida, no menos de
87 retoños de los cuales 45 fueron varones y 42 hembras. Pero de entre
todas aquellas concubinas que le dieron hijos y pasaron por lo tanto a
ser consideradas como “Umm Walad” o princesas madres, una brilló
con especial intensidad: la toledana Al-Shifá.
Cuentan las crónicas que Al-Shifá
era una esclava cristiana dotada de una extraordinaria hermosura y una
inteligencia poco común, de la que se enamoró perdidamente Abderramán
siendo aún príncipe heredero. Con semejante atractivo, no tardó
nuestro personaje en hacerla su favorita y otorgarle el título de
princesa, disfrutando junto a ella de uno de los períodos de mayor
felicidad de toda su historia. Mujer de buenos sentimientos y gran corazón,
nunca mostró recelo ni resentimiento alguno -a pesar del clima de
envidias y conspiraciones que se vivía en el harén- cuando tuvo que
amamantar y cuidar, como si de su propio hijo se tratase, al príncipe
heredero Al-Muhammad, fruto de la princesa Buhayr, primera esposa del
emir. Al-Shifá llegó por ello a convertirse en toda una leyenda en la
Córdoba del siglo IX, engrandeciendo aún más su figura con la
construcción de la mezquita que llevaba su nombre y que se alzó en uno
de los arrabales de la ciudad. No obstante debemos reconocer que si por
algo mereció la princesa ser recordada, fue por el increíble obsequio
que recibió de su amado esposo Abderramán.
Al-Shifá
era una esclava cristiana dotada de una extraordinaria hermosura y una
inteligencia poco común, de la que se enamoró perdidamente Abderramán
II.
Feliz éste último por sus
recientes victorias sobre los cristianos del norte y por el hijo que le
había dado su queridísima esposa, quiso demostrarle su amor haciéndole
un regalo que eclipsara los más ambiciosos sueños de los hombres. No
hacía mucho tiempo que por la corte hispano-cordobesa corrían ciertos
rumores sobre la aparición en Bagdad del legendario collar de la
sultana Zobeida. Deseoso el emir de saber cuánto había de verdad en
las habladurías de la gente, envió a uno de los eunucos del palacio a
la antigua capital persa con el encargo de que indagase de forma secreta
sobre el asunto. Transcurridos varios meses desde su partida, un anciano
de origen judío se presentó un buen día ante el propio Abderramán,
llevando entre sus manos el afamado collar de la sultana. Poco tiempo
después el escándalo sacudía las cortes reales de medio mundo, al
trascender que el emir de Al-Ándalus, Abderramán el segundo, había
pagado nada menos que diez mil dinares de oro por el collar de las mil y
una noches. Verdaderamente la generosidad del emir con sus esposas no
tenía límites.
Disfrutó Al-Shifá durante años
de la mítica joya, convirtiéndose en la envidia de las mujeres del
mundo conocido. Todas querían contemplar el collar del dragón cuando
asistía a las recepciones oficiales, y las concubinas del harem le
rogaban continuamente que les dejase tocarlo convencidas de que poseía
poderes sobrenaturales. Pero a pesar del renombre que llegó a alcanzar
la princesa por esta causa, la realidad es que nunca perdió su
naturalidad ni su afición por acompañar a su amado Abderramán incluso
a las campañas guerreras más peligrosas. Y fue precisamente en una de
esas incursiones bélicas o “aceifas” por las tierras de “Wad al-Hayara”
donde comenzó a sentirse indispuesta. La fiebre apareció a los pocos días
inundando de húmedas perlas su delicada frente y, lejos de remitir,
amenazó con deformar su bellísimo rostro. Profundamente preocupado, el
emir dispuso que fuera trasladada inmediatamente y con extremo cuidado a
la ciudad de Córdoba, para que fuera atendida por los médicos más
reputados del mundo musulmán. Desgraciadamente a los pocos días de
comenzar el regreso, en un lugar cercano a la pequeña aldea de Al-Maguer
conocido como “Fayy al-Busra” o valle de la alegría o de la buena
nueva, que los cristianos denominaron después Montealegre, reclamó la
muerte su trofeo y Al-Shifá entregó su alma para siempre. Quiso el
emir en su inconsolable tristeza, que la princesa fuera enterrada allí
mismo, en una sencilla sepultura como mandaba el profeta (Alá lo tenga
en el paraíso) resguardada de las inclemencias del tiempo por una pequeña
construcción al estilo de los “murabits” o morabitos árabes que
protegían las tumbas de los hombres santos. Cuentan también las crónicas
-aunque de esto no hay certeza- que el emir dispuso que la princesa
fuera depositada en su tumba junto al famoso collar del dragón, para
evitar así que nadie jamás pudiera igualar su belleza. Sin embargo,
como la codicia de los hombres no conoce límites, la sepultura fue
expoliada a las pocas semanas de su entierro, desapareciendo la joya
para siempre de la mirada de los hombres. (Bueno, debo aclarar que esto
último es un simple recurso literario, pues como veremos más adelante,
una joya de estas características no desaparece así como así).
En un lugar
cercano a la pequeña aldea de Al-Maguer conocido como “Fayy al-Busra”,
que los cristianos denominaron después Montealegre, reclamó la
muerte su trofeo.
Sea como fuere, el caso es que
entre las empobrecidas y supersticiosas gentes de la aldea de Almaguer y
alquerías circundantes, fue cundiendo el rumor de que la tumba de la
princesa Al-Shifá concedía la “baraka” es decir: que otorgaba la
bendición a todas aquellas personas que se dignasen visitarla para
depositar unas flores u ofrecer una oración por su alma. Pasado el
tiempo, el culto a Al-Shifá se fue extendiendo por toda la comarca,
formándose auténticas peregrinaciones en busca de la cura material de
sus cuerpos y la espiritual de sus almas. Se llegó incluso a celebrar
un “moussem” o romería, en la que las buenas gentes colgaban de las
ramas de los árboles las prendas y objetos personales que recordaban el
cumplimiento de sus plegarias. Cuentan también las crónicas, que
corriendo el año 852 de nuestra era, el nuevo emir de al-Ándalus, Al-Muhammad,
acudió para honrar el enterramiento de la mujer que lo había
amamantado y criado como si de su propio hijo se tratase, comprobando
emocionado cómo los vecinos de los alrededores velaban por el
mantenimiento de la tumba. Conmovido por el comportamiento de las pobres
gentes, ordenó eximirles de todos los impuestos con la condición de
que tuvieran siempre cuidada la sepultura de Al-Shifá.
Pasaron los años y la comarca
acabó finalmente conquistada por los nuevos señores de la guerra -en
este caso los cristianos del norte- sin que los habitantes de la zona
notaran cambio alguno en sus deplorables condiciones de vida. Únicamente
cambió para ellos el nombre de aquél a quien tenían que pagar los
numerosos impuestos que les ahogaban y que en tantas ocasiones habían
dejado sin un mendrugo de pan a sus hijos. Sin embargo, a pesar de todas
estas penurias y muchas otras que no vienen a cuento, los vecinos de los
alrededores siguieron acudiendo y cuidando de la vieja tumba de Al-Shifá,
que de la noche a la mañana paso a denominarse de Santa Catalina por
exigencia de un malhumorado sacerdote de sotana raída, encargado, según
él, de mostrarles el buen camino y conducirlos sanos y salvos al redil;
como si ellos no conociesen mejor los caminos de la zona y supiesen más
de pastoreo que aquel arrugado clérigo (Dios lo tenga en su gloria)
aficionado en exceso a la bebida y a otros imperdonables vicios. Fue por
ello que la vieja tumba de Al-Shifá se convirtió de repente en la
nueva ermita de Santa Catalina, pues según decía aquel malencarado
abate, había sido también una mujer buena e inteligente que había
renegado de su fe por amor como Al-Shifá, aunque en este caso de la
pagana y por amor a Cristo.
La tumba de
Al-Shifá, por exigencia de un malhumorado sacerdote, se convirtió de
repente en la nueva ermita de Santa Catalina.
La
ermita de Santa Catalina después de esto, sufrió numerosas vicisitudes
a lo largo de su historia, pero siempre se reconstruyó y resurgió de
sus cenizas, para recordarnos que allí reposan para siempre los restos
de aquella bellísima princesa de leyenda, por la que el gran emir
Abderramán de Córdoba sintió un día la más grande de las pasiones.
Y con éste último párrafo
damos fin a esta antigua leyenda, verídica como la vida misma, en la
que el destino decidió un buen día burlarse de la estupidez humana
mezclando credos y religiones, junto a míticas joyas e históricos
personajes, en un lugar olvidado por aquellos que dicen registrar las
historias de los hombres.
Nota.
Esta leyenda está basada en los textos árabes estudiados por la
Real Academia de la Historia, impresos en su boletín del año 1991, Tómo
CLXXXVII. Por su parte, el historiador Gonzalo Álvarez Anes de Castrillón,
recogió también los escritos en los que se apoya ésta leyenda, en su
libro Europa y el Islam (2003). Además la escritora Ángeles Irisarri,
noveló también esta leyenda, plasmándola en sus libros: Perlas para
un Collar (2009) y El Collar del Dragón (1999).
¿Y
qué fue del famoso collar del Dragón?
Aunque ya dejé caer en el
presente escrito que era muy difícil que una joya de esas características
desapareciera sin dejar rastro, reconozco que nunca imaginé que el
collar de las mil y una noches tuviera una trayectoria tan errática y
un final tan rocambolesco. Verdaderamente al destino le encanta jugar
con las ambiciones humanas.
Porque después de expoliada la
tumba, era cuestión de tiempo que el collar aflorara en poder de alguna
persona de singular riqueza. Y teniendo en cuenta la evolución de Al-Ándalus,
a nadie extraño que un buen día el collar de la Sultana apareciera en
las manos del rey Al-Mamún de Toledo, que gobernó desde 1043 a 1075 la
mayor Taifa en que se había dividido la España musulmana.
A Al-Mamún le sucedió su nieto
Al-Qádir, hombre débil de carácter y poco apreciado por sus súbditos
a los que extenuaba con continuos impuestos. Detalle éste aprovechado
magistralmente por el rey castellano Alfonso VI, antiguo protegido y
aliado de su abuelo, para hacerse con el control de la capital visigoda
sin apenas derramamiento de sangre. Como compensación por su pérdida,
Alfonso VI prometió apoyar a Al-Qádir en la recuperación del trono de
Valencia, que también había pertenecido a su predecesor aunque se lo
habían agenciado sus gobernadores. Y es ahí, en Valencia, en poder del
emir Al-Qádir, donde aparece de nuevo el collar de la sultana Zobeida o
de la princesa Al-Shifá.
El tercer propietario del collar
adquiere ya tintes de leyenda, al tratarse nada menos que de uno de los
héroes nacionales por antonomasia. El “sidi” o señor, como fue
conocido por los árabes, de donde derivó la palabra castellana Cid,
fue sin lugar a dudas un valiente caballero famoso por ganar batallas
para aquel que lo contrataba. Porque no olvidemos que el Cid, por encima
de la rancia leyenda que le adjudicaron, fue un mercenario que vendía
su destreza con las armas a aquél que más pagase, ya fuese cristiano o
musulmán. Y fue precisamente como pago de la ayuda prestada a Al-Qádir
contra los otros reyes musulmanes de la zona, por lo que nuestro héroe
recibió el valiosísimo collar del dragón. Aunque imaginamos que la
que verdaderamente lo disfrutó fue su esposa doña Jimena.
Después del Cid se pierde de
nuevo su pista, aunque no es aventurado suponer, dado el valor de la
joya, que anduvo de prestamista en prestamista (judíos por supuesto)
hasta llegar a las manos del cuarto personaje conocido que volvió de
nuevo a pagar una fortuna por poseer el famoso collar. Me estoy
refiriendo al hombre más rico y poderoso de su tiempo, el valido del
rey Juan II don Alvaro de Luna, Condestable de Castilla y Maestre de la
Orden de Santiago. De su proverbial riqueza nos da cuenta la fastuosa
capilla de Santiago de la catedral de Toledo, donde fue enterrado junto
con su mujer después de caer en desgracia y ser decapitado.
La última
propietaria conocida del collar de las mil y una noches fue nada menos
que la reina Isabel la Católica.
La
última propietaria conocida del collar de las mil y una noches fue nada
menos que la reina Isabel la Católica. Es difícil adivinar los
conductos por los que la joya llegó a su poder, dado que Isabel de
Portugal, segunda esposa de Juan II y madre de Isabel la Católica, fue
en todo momento enemiga acérrima de don Álvaro de Luna y causante última
de su muerte. Claro que no podemos descartar que Don Álvaro lo
adquiriera precisamente como regalo de bodas para impresionar y atraerse
a la susodicha Isabel, segunda mujer de su íntimo amigo el rey Juan II,
sin sospechar el papel que jugaría ésta en lo tocante a su declive y
posterior muerte. Sea como fuere, el caso es que con Isabel la Católica
se pierde definitivamente la pista del famoso collar. Aunque si creemos
en la vieja leyenda -hoy en día puesta en entredicho por numerosos
historiadores- que recogía que la reina Isabel vendió sus joyas para
sufragar el viaje de Colón, resultaría en una nueva vuelta de tuerca
del destino, que gracias al collar de las mil y una noches Colón pudo
descubrir América.
¡Cómo para no pensar que el
azar se ríe de las ambiciones de los hombres!
Rufino
Rojo García-Lajara. (Octubre del año 2012) |